Kakenya Ntaiya hizo un trato con su padre: ella se sometería al rito tradicional de la tribu masái –la circuncisión femenina–, si él la dejaba ir a la escuela secundaria. En una conmovedora historia ella cuenta esta y otras partes de su vida que la llevaron a ser lo que es hoy.
Según cuenta Kakenya Ntaiya en su charla TED, en la tribu masái, los niños son criados para ser guerreros y las niñas para ser madres. Ntaiya hace parte de esta tribu y tuvo que vivir esto prácticamente desde que nació; a sus 5 años se enteró de que estaba comprometida y que tendría que casarse cuando llegar a su pubertad. Muchas mujeres de su familia aplaudían la situación y ella… ella sólo debía prepararse para esto y para ser la mujer perfecta con tan sólo 12 años de edad. ¿Cómo se preparaba? levantándose a las 5:00am, ordeñando vacas, barriendo la casa, cocinando para sus hermanos y recolectando agua y leña.
Pero algo en su rutina era diferente a la rutina de otras niñas: Kakenya iba a la escuela y no porque fuera su derecho o algo cotidiano en la tribu masái…
Iba a la escuela porque su madre no tuvo la oportunidad de recibir educación y se negaba a que sus hijos vivieran su vida. Su vida era criar vacas, cabras y cultivar para darle de comer a sus hijos mientras esperaba a su esposo. Un policía que se iba durante años de la casa y volvía para vender el ganado y los productos de la cosecha para irse a beber con sus amigos. Como su madre era mujer, no podía ser dueña de la tierra, su padre era el dueño de todo y podía hacer básicamente lo que quisiera con sus pertenencias. Cuestionar sus acciones era imposible y las consecuencias de hacerlo eran lamentables e injustas para su madre.
Cuando Kakenya fue a la escuela soñaba con ser profesora.
Principalmente porque admiraba a los profesores y además pensaba que, en comparación con el trabajo de la granja, ser profesora sería más sencillo. Este sueño la motivó a trabajar duro hasta que llegó a octavo grado, un año en el que las niñas masái tienen que pasar por un ritual de iniciación a la feminidad. Pasar por dicha ceremonia o ritual significaba convertirse en esposa y no cumplir su sueño de ser profesora. Kakenya tenía que hacer algo al respecto. Decidió hablar con su padre para hacer algo que ninguna niña había hecho antes: decirle que sólo pasaría por esta ceremonia, si le permitía volver a la escuela después de esto. “La razón fue porque, si yo huía, mi padre quedaría estigmatizado, y lo llamarían el padre de la niña que no quiso atravesar la ceremonia. Hubiese sido algo muy vergonzoso de llevar el resto de su vida. Entonces lo resolvió. ‘Bien’, dijo, ‘está bien, vas a poder ir a la escuela después de la ceremonia’”, cuenta Kakenya en su charla TED.
Así fue entonces… la ceremonia se llevó a cabo. Una ceremonia donde hay baile, hay emoción, pero también un dolor brutal. Las niñas que como Kakenya se enfrentan a esta ceremonia se ven sometidas a un procedimiento brutal: la circuncisión. Como las condiciones no son las indicadas, muchas niñas de la tribu no sólo se desmayan en el proceso, algunas también pierden la vida. Kakenya sobrevivió, en parte porque su madre hizo algo que muy pocas madres hacen: tres días después del rito trajo una enfermera que la cuidó.
Tres semanas después se recuperó y volvió a la escuela.
Estaba segura que quería seguir estudiando para convertirse en profesora y marcar una diferencia en su familia. En ese entonces conoció a un joven de la aldea que había estudiado en la Universidad de Oregon. Este hombre la ayudó mientras estudiaba y le dio el apoyo que necesitaba para enviar una solicitud a la Randolph-Macon Woman’s College, en Lynchburg, Virginia. La aceptaron, recibió una beca y necesitaba la autorización de su padre para poder ingresar a la universidad. Su padre estaba muy enfermo, no podía decirle que hacer, así que todos los hombres de la comunidad debían tomar la decisión –ellos se encargan de cumplir el rol del padre y determinar su futuro–. Sin el respaldo de esa comunidad no podía avanzar pues necesitaba el dinero para comprar el pasaje de avión. En un principio, los hombres de la aldea no la apoyaron, hasta que conoció al hombre que cambiaría su historia. Un jefe anciano en quien todos confían. Si él accedía, otros hombres lo harían y así fue; 16 hombres se sumaron y poco a poco, todos la respaldaron para que pudiera recibir la educación que tanto quería.
Llegó a Estados Unidos y su experiencia fue una revelación desde muchos puntos de vista.
No sólo vio lo que nunca había visto, también descubrió que el rito al que había tenido que enfrentarse se llamaba mutilación genital femenina y que ella, como mujer, tenía el derecho a no cambiar ninguna parte de su cuerpo para poder estudiar. Descubrió también que su madre, sí podía tener derecho a la propiedad y no por eso debía ser abusada. Esta realidad le abrió los ojos, la enfureció y le dio las bases para tomar acciones. Cuando se graduó de la universidad, Kakenya trabajó en la ONU, volvió a la universidad para obtener una licenciatura y tomó la decisión de hacer algo al respecto. Ella había prometido que volvería a su comunidad para ayudar en lo que fuera necesario y así lo hizo… volvió y preguntó qué necesitaban y todas las mujeres coincidieron en algo: querían una escuela para niñas. Los hombres por su parte, querían una escuela para niños.
Así fue entonces. Ella acordó con la comunidad que los hombres construirían la escuela de niños y que ella construiría la escuela para niñas.
Cuando Kakenya luchó por su educación, salió de su comunidad, llegó a la universidad y volvió a su tribú, cambió la realidad de muchas niñas y la visión de muchas mujeres que hoy piensan de una forma diferente. Gracias a su labor, ahora cientos de niñas no son mutiladas, no deben casarse a los 12 años y tienen la opción de estudiar para cumplir sus sueños, tal como ella lo hizo cuando acordó el trato con su padre. “Esto es lo que estamos haciendo, dándoles oportunidades, donde pueden crecer”, dice Kakenya en la charla. Como dice ella, lo que está pasando en su tribu es una revolución. Una revolución que ella empezó cuando soñó por primera vez que quería ser profesora.
“Quiero desafiarlos a que sean esa primera persona, porque los demás los seguirán. Sean los primeros. Las personas los seguirán. Sean valientes. Háganse valer. Sean intrépidos. Estén seguros. Muévanse, porque mientras cambien el mundo, mientras cambien su comunidad, estaremos impactando a una niña, a una familia, a una aldea, a un país a la vez…. Si ustedes lo hacen y yo lo hago, ¿acaso no estaremos creando un mejor futuro para nuestros hijos, para sus hijos, para sus nietos?”
Así concluye la charla de una mujer que exigió el derecho a la educación para ofrecerle el mismo derecho a otra generación de mujeres que hoy, gracias a esta mujer, pueden creer en ellas y en la posibilidad de explotar su máximo potencial para llegar tan lejos como lo quieran.
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