Educar las emociones: este es el principal objetivo de un proyecto que se está implementando desde 2017 en escuelas de contextos vulnerables de la ciudad.
En Bogotá, la intolerancia es el principal detonante de agresiones fatales y no fatales entre ciudadanos, principalmente en contextos vulnerables de la ciudad. Lo complejo de la situación es que los jóvenes no son ajenos a esta realidad, y de hecho, las cifras de jóvenes que son procesados por diversos delitos de violencia, lesiones personales y asesinato, no son menores. Bajo esta compleja realidad se puso en marcha “Cuenta hasta diez”, un programa que desde 2017 busca ofrecer herramientas que permitan a los jóvenes tomar decisiones de forma más racional, especialmente en momentos de mayor tensión. En otras palabras, el programa apunta a educar las emociones para que los estudiantes puedan resolver mejor sus conflictos.
“Cuenta hasta diez” lleva a profesionales en psicología y matemática a los colegios para que desarrollen actividades que apunten a disminuir los conflictos que a menudo se transforman en conductas delictivas. Desde sus inicios, el programa ha capacitado a 3.726 estudiantes de 26 establecimientos educativos públicos de Bogotá. La idea se inspiró en programas similares que se aplicaron con éxito en países como Estados Unidos y México.
¿Cómo funciona “Cuenta hasta diez”? El programa funciona en tres pasos:
1. Ejercicios: los 20 psicólogos del programa implementan ejercicios cognitivo-conductuales, que tienen relación con las emociones. La idea es que los jóvenes aprendan a identificar esas emociones y a controlarlas.
2. Apoyo: después se hace un refuerzo en matemática, una asignatura que le cuesta muchos a los estudiantes y que, según se explica en El Espectador, influye mucho en la deserción escolar. Con esto se espera que los estudiantes apliquen conceptos matemáticos en su cotidianidad (pagar facturas, comprar una botella de agua, pagar un pasaje de bus...).
3. Padres y docentes: se ha identificado que estas intervenciones no son efectivas si en las aulas o en los hogares se utiliza una comunicación negativa (frases como: “no sirves para nada”). Entonces, el programa se complementa con algo esencial: actividades que involucran tanto a padres como a docentes.
¿Cuál ha sido el impacto? Una estudiante llamada Jessica, narra su experiencia en El Espectador.
Jessica estudia en el José María Vargas Vila, un colegio del barrio Bella Flor, ubicado en el extremo sur de la capital colombiana. Bella Flor, además de estar habitado en su mayoría, por víctimas del conflicto armado y población vulnerable, es uno de los 15 lugares de Bogotá con la mayor tasa de homicidios de la localidad. Es, en ese sentido, un escenario de alto riesgo para los jóvenes estudiantes que viven allí. “Nos enseñaron a hablar, a controlarnos, a respirar y a contar hasta diez. Antes, cuando estaba de mal genio, me desquitaba con los demás. Ahora mi relación mejoró con personas del salón con las que no hablaba. Fue algo bonito, porque aprendí a convivir”, afirma la estudiante.
Por su parte, Alejandra Tarazona, directora de Prevención y Cultura Ciudadana de la Secretaría de Seguridad de Bogotá afirmó en el diario que los resultados de la iniciativa se traducen en una mejora en el manejo de emociones, especialmente porque muchos de estos jóvenes, al iniciar, prácticamente no saben diferenciar la rabia de la tristeza y a su vez, les cuesta lidiar con un duelo o enfrentar decisiones trascendentales.
Fuentes: El Espectador
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