En uno de los lugares más aislados de Chile trabaja Mauricio González, un docente que a punta de esfuerzo y mucho profesionalismo se ganó la confianza de una comunidad aimara, aprendió su cultura y hoy lleva todo ese conocimiento a la clase de clases.
Hace 28 años, Mauricio González (57), profesor de ciencias, junto a su esposa, profesora de educación básica, decidieron irse a trabajar a uno de los lugares más aislados de Chile: Colchane, una localidad a 260 km de Iquique hacia la cordillera, muy cerca de la frontera con Bolivia, a 3.800 metros sobre el nivel del mar. Se conocieron cuando estudiaban en la universidad de Tarapacá y siempre coincidieron en que su sueño era hacer clases en escuelas rurales.
El pueblo de 1.600 habitantes, tiene un liceo técnico profesional que se encuentra en medio de una comunidad 100% aimara. Ahí comenzaron a trabajar. Los primeros días no fueron fáciles: “fue muy complicado, porque las comunidades nos hicieron sentir que no éramos parte de su cultura. Ellos querían profesores aimaras. Se resistieron a nuestro trabajo”, recuerda Mauricio González.
Vivieron con esa sensación durante cuatro años. Pero siguieron intentándolo. Comenzaron a estudiar la cultura, a conocer sus necesidades, a involucrarse con la comunidad. Mientras se adaptaban, algunas personas se acercaron a Mauricio para pedirle ayuda: pretendían sacar octavo básico para obtener licencia de conducir. Iban a la escuela en las tardes para estudiar. Tras un par de meses ayudándolos, se corrió la voz en otros pueblos de lo que hacía el profesor y hubo personas que quisieron ser parte del proyecto.
“Se les hizo las clases. La gente fue aprendiendo las operaciones básicas, luego cosas más prácticas como legislación laboral o redacción de cartas de curriculum. Así me fui ganando la gente. Tuvieron otra mirada de mí”, asegura Mauricio. Mientras se ganaba su confianza, debía internalizar una cultura muy distinta a sus propias raíces: el profesor de ciencias había nacido en Santiago.
Cuando llegó junto a su esposa, la gente sacaba agua de pozo. Él no sabía hacerlo. El balde pesaba casi 30 kilos y era la única forma de abastecerse. Así como él enseñaba ciencias, la comunidad le fue enseñando su forma de vivir.
“Ellos sienten un cariño por la tierra que los citadinos no entienden. He visto un grupo de cinco personas tiradas en el suelo de guata conversando, con sus gorros puestos. Uno dice chuta, van a quedar todos cochinos. Pero lo hacen porque parados el viento les pega más fuerte. Y quedar llenos de tierra para ellos no es suciedad, porque la tierra es la Pachamama, es la que los cuida, abriga, la que les da de comer”, cuenta González.
El profesor de ciencias vio que lo que él enseñaba tenía paralelismo con la ciencia aimara. A 260 kilómetros de la ciudad más cercana, comprendió que el medio hace a las personas. Entonces, como ellos conocen su medio y él la ciencia, los aprendizajes debían ser con elementos de su propia cultura. “Era la única forma para que los aprendizajes fueran significativos”, asegura.
Adaptando la ciencia a la cultura aimara
Mauricio González, tras años conociendo a los aimaras, llegó a una conclusión: su mayor característica era el pragmatismo, por ende debía convertir sus clases en experiencias prácticas.
Lo primero que hizo con los alumnos, fue confeccionar un muestrario con las hierbas más utilizadas por la comunidad, explicando para qué sirve cada una. Con eso, pretendía que los estudiantes comprendieran el ecosistema altiplánico. “Acá los antepasados son muy importantes. A los abuelos se los respeta”, dice el profesor. La comunidad vive una constante pugna entre la medicina tradicional y la ancestral. “Yo les decía que igual se colocaran la inyección cuando estuvieran enfermos, pero también que se tomaran las hierba con las que trabajamos, tal como lo recomiendan los abuelos”, asegura.
Su método consiste en cubrir las necesidades de los alumnos con la materia que pasa en clases, para que el curriculum creado desde el Ministerio de Educación cobre sentido en sus vidas. Por ejemplo, para enseñar la materia de reacciones químicas, usa una práctica popular en la cultura aimara: el teñido de las lanas.
El proceso conocido por la comunidad es así: tres kilos de Cipu Tola, clásica hierba aimara, se ponen a hervir en un recipiente. Luego se pasa a otro fondo y queda un líquido verdoso, transparente. Se le echa dos cucharadas de sulfato de cobre produciendo una reacción química: el agua toma un color amarillo. Luego se meten las lanas al recipiente, se espera media hora, se dejan secar y éstas saldrán teñidas. “Los alumnos ya lo habían hecho antes, pero no sabían por qué se producía ese fenómeno. Entonces nosotros lo replicamos, aunque variamos un poco la fórmula. En vez del amarillo logramos un color mostaza. Así les explico qué reacciones químicas se producen y por qué se resulta tal color”, explica el profesor.
Cuando Mauricio quiso explicar la erosión del viento y agua a las rocas, llevó a sus alumnos de exploración. Llegaron hasta la quebrada de Aroma, por donde pasa un río. Luego de pasar por tres tazones de agua, encontraron una cueva, que el profesor había visitado previamente. Sentados en ese lugar, mirando las marcas en las rocas provocadas por el viento y el agua, hizo su clase.
Los resultados de su trabajo
Según la directora del colegio, Marianella Canales, actualmente Mauricio González es muy respetado por la comunidad, sobre todo por sus años de servicio en Colchane. “Él es un Einstein y un amante de la naturaleza. Siempre está sugiriendo nuevas ideas en el colegio para mejorar las prácticas pedagógicas. Los profesores acá le piden su opinión para hacer algo”, cuenta.
La dedicación de Mauricio se ve en detalles como éste: En Colchane no hay librería ni ferretería. A la hora de hacer las clases debe planificarlas con tiempo y muy bien, porque sólo cuando viaja a Iquique cada 15 días puede comprar los materiales necesarios para hacer la clase. La plata sale de su bolsillo, aunque asegura que el gasto no es elevado pues trata de utilizar los elementos de su entorno
El profesor de ciencias, que hace clases en un sexto básico, en una escuela con 120 alumnos con altos índices de vulnerabilidad, cuenta orgulloso que muchos de sus ex estudiantes han llegado a la universidad a estudiar ingeniería o enfermería. Marianella, la directora, dice que siempre vuelven a agradecer por todo lo que aprendieron en la escuela.
El colegio ha logrado convertir la cultura aimara en un gran aliado en el proceso educativo, mostrando con la práctica que una cultura distinta no es un obstáculo sino una oportunidad para desafiar la creatividad al momento de enseñar.
Entrevista a Mauricio González (Profesor de ciencias) y Marianella Canales (Directora del establecimiento)
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