Las niñas de esta escuela se han convertido en las mejores, alcanzando logros que antes eran inimaginables en un país donde para las mujeres era prácticamente imposible acceder a la educación.
Todos los días, vestidas de azul y con sus velos blanco musulmanes, un grupo de niñas entre los 7 y los 18 años caminan durante una hora o más por largos caminos de tierra para llegar a la Escuela Rustam, ubicada en un rincón del distrito de Yakawlan en Afganistán. La escuela, la única de la zona que ofrece clases de primaria, secundaria y bachillerato, tiene 330 alumnas y sólo 146 alumnos. Como dice Rod Norland –periodista del New York Times que narra la historia en este medio– la cifra sorprende, principalmente por el contexto: un país donde normalmente asisten a la escuela un tercio de las niñas.
En Rustam hay siete salones de clase rudimentarios y algunas carpas que complementan las aulas.
Además de los escasos salones, la escuela no tiene electricidad, calefacción, computadores, ni otros elementos tecnológicos, como fotocopiadoras. Esto implica que muchos profesores redacten a mano muchas de las tareas escolares. Y ellos enfrentan otros desafíos, por ejemplo, tener más estudiantes que libros. Las manos no dan a basto y el número es tan grande que los estudiantes tienen que dividirse en horarios matutinos y vespertinos en sesiones que duran solo 4 horas. A esto se suma el contexto y la realidad de las familias; en el reportaje de Norland, el director Mohammad Sadiq Nasiri, explica que sólo el cinco por ciento de los estudiantes –la mayoría hijos de agricultores–, tienen padres que saben leer y escribir.
No parece un lugar ideal para aprender o enseñar, sin embargo, los logros de esta escuela son impresionantes.
Según se menciona en el artículo de the New York Times, la clase de graduados de 2017 de Rustam tuvo a 60 de 65 estudiantes que fueron aceptados en las universidades públicas de Afganistán, una tasa de admisión universitaria del 92 por ciento. Y lo más increíble es que, dos tercios de esos alumnos admitidos eran niñas. En 2015, la cifra fue incluso mayor; el 97 por ciento de los graduados ese año fueron a la universidad. Pero, ¿cuál es el sello de esta escuela y por qué sobresale a pesar de las limitaciones y los desafíos que enfrenta toda la comunidad educativa? Una parte importante de estos logros tiene que ver con un buen liderazgo.
Esta escuela, en comparación con otros establecimientos educativos afganos, mezcla a niños y niñas en las aulas.
Esto ha sucedido porque tanto el director como los profesores, están convencidos de que hombres y mujeres son exactamente iguales. “Tienen los mismos cerebros y los mismos cuerpos”, dice el director en el artículo. Y esta visión se refleja en el día día de la escuela y en la forma como los estudiantes se enfrentan a las clases y al futuro. “Les decimos a los niños y a las niñas que no hay diferencia entre ellos y que todos estarán juntos cuando vayan a la universidad, así que deben aprender a respetarse”, agrega el director. En Rustam los diálogo son abiertos y los estudiante se enfrentan, todas las mañanas, a frases motivacionales que no ocultan la realidad de su contexto. Parte de estos diálogos dirigidos por el director están orientados en destacar, por ejemplo, los desafíos de entrar a la universidad, y también en motivar a los estudiantes para que las dificultades no los limiten a hacer las cosas cada vez mejor.
El rol de los docentes también es esencial. Son ellos quien todos los días reflejan que, sin importar las limitaciones espaciales o materiales, las cosas se pueden lograr.
Badan Joya, una de las cinco maestras que hay en la escuela –entre 12–, es un buen ejemplo de eso. Badan imparte clases de matemáticas en una de las carpas que funciona como aula. Su pizarra es básicamente un pedazo de cartón pintado de negro y con esto se las arregla para enseñar fórmulas algebraicas. Si bien todo podría apuntar a un rechazo de las niñas por la matemática, un día la profesora les preguntó cuál era su materia favorita y todas, al unísono, dijeron: “matemáticas”. El rol del Badan ha sido determinante para despertar el interés de las alumnas, y para ellas, su pasión por la matemática ha sido determinante a la hora de enfrentarse a las pruebas de admisión universitaria, en las cuales el 40 por ciento de las preguntas son de esta asignatura.
Las niñas de la escuela Rustam dominan la matemática, la disfrutan; están cambiando paradigmas, patrones establecidos. Están llegando lejos.
La educación para las niñas estaba prohibida cuando los talibanes gobernaban Afganistán y profesoras como Joya, de 28 años, vivieron esta realidad. Ella, particularmente, empezó a estudiar a sus 11 años después de la caída de los talibanes. En ese momento no sabía leer ni escribir y la única clase a la que había asistido en su vida era de costura. Su historia de vida ha sido clave para empoderar a sus alumnas, su experiencia se ha convertido en una voz para ellas, quienes buscan revertir hoy lo que Joyce y muchas otras mujeres tuvieron que enfrentar. “Les contamos sobre los talibanes y lo que nos hicieron, y les decimos: ‘Ahora tienen una oportunidad; deberían aprovecharla’”, dice la profesora en The New York Times.
Gracias al trabajo de maestras como Joyce y Badan, las alumnas sueñan hoy en grande.
La violencia y los talibanes dejaron de ser un problema en la zona –a diferencia de otros lugares–, y esto les ha permitido enfocarse en lo que realmente importa: la educación. “Estos jóvenes saben que no puedes esclavizar a alguien que ha recibido educación”, comentó el director. Y por esto se han convertido en las mejores. Inspiradas por el buen liderazgo de su director y el trabajo de sus docentes, han encontrado la manera de confiar en sus capacidades, crecer y revertir la desigualdad educativa a la que se enfrentaron sus familias hace algunos años.
No te pierdas la historia de este profesor afgano que reparte libros en bicicleta.
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