La Escuela Punta Delgada de San Gregorio está ubicada a dos horas de Punta Arenas, la ciudad más austral de Chile. ¿Quiénes trabajan en este distante lugar y cómo enseñan en aquel rincón lento y silencioso?
Liebres, agiluchos, zorrillos, ñandús, zorros y vicuñas. Esta diversidad de especies acompañan el camino de dos horas que hay que recorrer para llegar desde Punta Arenas hasta San Gregorio, una de las comunas que conforman las provincias de la región de Magallanes y Antártica Chilena. Después de bordear el estrecho de Magallanes, el paisaje se vuelve llano, frío, eterno y escasamente verde, pero también colmado de una vida salvaje que se camufla sobre las tonalidades rojas, amarillas y cafés de la pampa. Ingresando por un camino, en uno de los pocos desvíos que hay en la ruta, aparece una estructura que rompe con esos tonos australes; es una escuela cuya fachada de recuadros de colores vibrantes no pasa desapercibida en esta pequeña y tranquila comuna magallánica. Marcelo Andrés Risco Navarro, director de la escuela, nos espera para contarnos cómo se enseña en ese rincón del fin del mundo.
Marcelo llegó a la Escuela Punta Delgada de San Gregorio como profesor de música. Llegó hace 8 años porque quería impulsar cambios en un contexto rural a través de esta disciplina… Y se quedó.
Desde hace seis años, en su rol de director, enfrenta los desafíos del contexto donde eligió educar. Entre esos, la búsqueda de docentes dispuestos a enfrentar el frío y la escasa luz del día. Además de la falta de acceso en un lugar que está alejado de todo. “El docente de esta escuela tiene que estar preparado para vivir en un lugar donde no tenemos mall –centro comercial–, cine, ni muchas otras cosas. Muchas veces ellos se vienen sin familia a este contexto que es tranquilo, pero también muy desolado”, cuenta el director. “Entonces, no es fácil encontrar profesores que trabajen acá”, agrega.
Por lo mismo, no llegan muchos profesionales nuevos a la escuela y los ocho que están actualmente, han permanecido allí por mucho tiempo. Todos ellos tienen lo que llama Marcelo, el perfil del profesor rural, es decir, “son cercanos, comprensivos y realmente hacen de todo, porque en realidad aquí sí hacemos de todo”. Algunos llegaron de lugares como Santiago y Rancagua desde hace 10 años, y otros como Jessica Triviño, que estudiaron allí mismo, fueron a la universidad y regresaron a su escuela para enseñar.
A pesar de la particularidad geográfica del lugar, quienes enseñan en Punta Delgada, son afortunados desde otro punto de vista.
Contrario a lo que podría pensarse, esta escuela en el fin del mundo no tiene grandes carencias de infraestructura o materiales. Además de su linda fachada de colores, el establecimiento está dotado de espaciosas salas, gimnasio, tablets, un laboratorio extraordinario, computadores, una sala de música que parece un estudio de grabación y espacios cálidos ideales para enfrentar los vientos helados de la Patagonia. Estos recursos e instalaciones han permitido que los profesores, muchos de los cuales enseñan más de una asignatura, permanezcan ahí, en el extremos sur de Chile enseñando a los niños y niñas de aquella villa remota.
En total, son 43 estudiantes que se distribuyen desde pre-kínder hasta 8º básico (primaria). Tres de ellos viven afuera de San Gregorio, pero un pequeño bus los traslada todos los días desde y hacia sus casas. Los demás viven muy cerca, por eso muchos de ellos van y vienen solos. Por lo mismo, el vínculo que hay entre la escuela y las familias es bastante cercano y familiar. “Esta es una fortaleza del contexto en el que estamos. Esta tranquilidad no se encuentra en otro lado”, dice Marcelo. Y esa tranquilidad es un valor agregado en todos los sentidos; permite que los niños estén más dispuestos a aprender y facilita situaciones cotidianas como la movilización de los estudiantes que caminan en una oscuridad que es propia de la región.
La escuela es la pequeña alegría del lugar.
La comunidad está orgullosa de este espacio que, muy lejos de todo, entrega verdaderas oportunidades de aprendizaje, los cuales están enmarcados en tres ejes principales: el arte, el deporte y la tecnología. Esos tres pilares constituyen el sello que ha tenido la escuela en sus 50 años de historia. La Escuela Punta Delgada trabaja con cursos combinados de aproximadamente 9 niños por sala. Esta modalidad ha facilitado que todos sean parte de los procesos que se viven entorno a las actividades más destacadas, como la declamación, el teatro o la música. Entonces, por ejemplo, en encuentros de declamación al interior de la escuela, participan estudiantes de todos los niveles, desde pre-kínder hasta octavo. Todos se suben al escenario, explica Marcelo, y a través de ello no sólo desarrollan habilidades de lenguaje, también ganan confianza.
Dentro de la escuela y afuera en encuentros rurales, los estudiantes de Punta Delgada han obtenido grandes resultados, los cuales se exponen como trofeos en uno de los pasillos del establecimiento. “Nosotros apostamos a más talleres de música, más talleres de deporte. También hemos impulsado los talleres de comunicaciones y desde este año trabajamos con talleres electivos. Por ejemplo: científicos locos, micrometraje, periodismo, repostería, mosaico, arte y reciclaje”, aclara el director. Por eso, todos los espacios de la escuela están pensados para esto.
Dos ejemplos de esto son el laboratorio de computación y la sala de música, dos espacios liderados por Sebastián Velásquez, quien también es profesor de inglés.
Justo después de su clase de computación, en la cual los niños más pequeños estaban dibujando instrumentos mapuches y buscando sus sonidos, Sebastián nos llevó al estudio de música. “En rigor este espacio no está diseñado para ser un estudio, pero tiene la idea, la forma y la estructura. De esta generamos un impacto visual motivacional para los estudiantes”, cuenta el profesor mientras sus estudiantes practican para una presentación del día del padre. “La escuela está bien equipada y esto facilita que todos puedan tocar y experimentar con todos los instrumentos”, agrega.
Pero ellos no sólo tocan instrumentos, también aprenden otros aspectos importantes del mundo de la música, como la funcionalidad de los micrófonos o los cables. Sebastián quiere que todos se apropien de la música y entiendan lo que significa ser músico desde todos los ángulos. Por eso, ha logrado que todos se paren arriba del escenario en un festival que realiza la escuela. Entonces, así como hay estudiantes que declaman sin temor alguno, muchos otros se atreven a hacer música frente a un público. “Es muy natural que todos lo hagan, que todos se suban a un escenario, tan natural que asusta”, dice entre risas el profesor.
Sebastián no para; le apasiona enseñar música y también es consciente de la importancia de enseñar el uso responsable de la tecnología.
Pero si bien parece que hace demasiado, él no lo siente de esa forma. “Nunca he sentido que tenga muchas cosas. Yo soy docente, entonces si falta un profesor y tengo que reemplazarlo, no lo veo como una responsabilidad más, lo entiendo como parte de mis funciones y como una oportunidad de hacer cosas distintas”, afirma. De esta manera, como buen profesor rural, ha logrado que todas sus áreas funcionen en conjunto, enseñando así, de una manera integral. “Trato de que todo converja para motivar a los estudiantes. Podemos tener las herramientas, una tremenda sala, ¿pero si los chicos no quieren trabajar? O una sala con millones de instrumentos, ¿pero si no quieren tocar? Entonces, no depende tanto de los espacios, depende de nuestra función y nuestra función, en términos prácticos, es que todos aprendan… ¡y eso yo lo disfruto a cabalidad!”, exclama el profesor.
El rol de profesores como Sebastián o Jessica, entre otros, ha sido vital en este contexto, principalmente por la realidad que enfrentan los estudiantes de esta villa.
Los niños que egresan de 8º básico, cuenta el director, tienen que ir a Punta Arenas o a Puerto Natales para continuar sus estudios. “Es complejo porque tienen que dejar a sus familias, quienes por un tema laboral no logran trasladarse junto a sus hijos. Entonces estos niños llegan a vivir con familias tutores, con becas de residencia familiar de Junaeb, un beneficio que se les otorga a niños y niñas que no tienen familiares en la ciudad”, explica Marcelo. “Es complejo, por eso también tenemos acciones que tienen que ver con el apoyo de los estudiantes y familias. Por ejemplo, reuniones con psicólogos o planes de orientación vocacional; la idea es que los niños tengan claro, desde pequeñitos, cómo quieren proyectarse y esto lo trabajamos desde pre-kínder hasta octavo”, agrega.
En ese sentido, el rol de la comunidad es trabajar para que las expectativas de aquellos niños, que viven alejados de todo, crezcan.
Los estudiantes de la educación rural, explica el director, viven toda su vida en un sistema con seis compañeros. El modelo de la escuela, centrado principalmente en el arte, apunta a que no tengan miedo a nada y adquieran habilidades para insertarse en un nuevo contexto donde tendrán que compartir con 30 compañeros más. “El arte sirve para potenciar el autoestima y hacer cosas como subirse al escenario, es generar confianza, romper miedos. El objetivo final, más allá de todo, es que tenga igualdad de oportunidades”, afirma Marcelo. Entonces, los 43 niños y niñas que caminan hoy hacia la escuela, tendrán que recorrer aquel camino lleno de vicuñas, zorros y aguiluchos para enfrentarse a una nueva realidad. Más adelante elegirán sus profesiones y algunos harán su vida lejos de San Gregorio. Otros, como Jessica, Sebastián y Marcelo, quizás elijan volver por ese mismo camino para enseñar en la escuela de los recuadros de colores que alegran la pampa chilena.
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