Manuel Salazar se enfrentó a un desafío: viajar muchas horas y recorrer caminos riesgosos para llegar a una escuela que estuvo cerrada durante cinco años. Ese fue el inicio de un camino por el cual ha transitado a lo largo de 20 años.
Manuel Salazar Flores es el único profesor de la escuela multigrado Ignacio Allende, en la comunidad rural de Indé, Durango (México). Hace unos años ganó el Premio ABC, Maestros de los que Aprendemos, un galardón impulsado por la Organización Mexicanos Primero que busca generar conciencia sobre el rol de los profesores mexicanos y el impacto que tienen en los aprendizajes de sus estudiantes. En un artículo del medio Animal Político, Manuel narra su historia… una historia que empezó en 1992 cuando el profesor fue asignado en una escuela de la localidad Los Ojitos, un municipio de Coneto de Comonfort ubicado en un rincón del estado de Durango.
“Esto me causó una gran emoción pues comenzaba a hacerse realidad mi sueño de trabajar como docente. Cuando ubiqué en el mapa del estado el municipio donde se encontraba la escuela que se me asignó, pensé que había recibido un premio por haber logrado excelente promedio en la Escuela Normal. Geográficamente se veía cercana a mi lugar de residencia, lo cual me estimuló aún más para comenzar mi labor”, cuenta Manuel en el artículo.
Para llegar a la escuela por primera vez, Manuel emprendió un largo viaje de tres horas hasta la ciudad de Durango.
Allí tuvo que esperar cuatro horas más para abordar otro transporte que después de cinco horas lo dejaría en un pueblo cercano al que se dirigía. En ese pequeño pueblo llamado Lajas, contactó a otros profesores para que lo ayudaran a trasladarse a su nuevo lugar de trabajo. Pero esa noche, por la oscuridad, no pudo seguir avanzando. Su primer desafío como docente fue ese: el viaje, la espera, los trayectos desconocidos y los comentarios de muchas personas que mencionaban la dificultad de llegar a una comunidad como esta. Sin embargo, eso no lo hizo cambiar su decisión.
“Era tanta mi ilusión que casi no dormí. Me levanté muy temprano, me esperaba ya la persona que me trasladara a mi soñada localidad. El camino era una travesía, totalmente de tierra sobre una gran meseta, lleno de piedras y troncos que dificultaban y hacían lento el acceso”, contó el profesor. “Después de una hora y media el chofer hizo un alto ya que, allá abajo donde se veían unas diminutas casas se encontraba la localidad de “Los Ojitos”. No había paso de vehículos, sólo se podía llegar montando un animal o caminando”. Entonces, Manuel caminó… caminó durante cuatro horas; bajó montañas, cruzó arroyos, fue cuidadoso en sus pasos para no caerse. Se sentía solo y sintió miedo. Su esperanza sólo volvió cuando en el desolado camino escuchó ruidos de animales y divisó personas desde la distancia.
Cuando estaba en el lugar, inició su trabajo haciendo un censo escolar y para ello visitó casa por casa.
Su rol, además de enseñar, era reabrir una escuela que cinco años atrás se había cerrado por falta de alumnos. Además, Manuel hizo un reconocimiento del lugar y fue así como entendió el contexto al cual se enfrentaba; sus futuros estudiantes y sus familias vivían en pobreza extrema, marginados de la sociedad en casas de adobe con techos de troncos. Era un reto para él enfrentarse a la educación en ese contexto, sin luz eléctrica, sin agua potable y sanitarios, sin transporte, sólo burros y caballos, sin tiendas para calmar el hambre con un poco de pan… “Era como viajar al pasado”, dijo el profesor.
Además de esto tenía que enfrentarse al cansancio de regresar por el mismo camino de cinco horas lleno de cerros, clima extremo e incluso víboras. Estas dificultades los hicieron reconsiderar más de una vez, la opción de no aceptar este cargo. Sin embargo una llamada de su madre cambió su ánimo. Fue ella quien recordó su vocación y a pesar del miedo que sentía por su hijo, lo motivó para que siguiera adelante con su sueño.
“Ya con el consejo de mi madre no hubo vuelta atrás”.
En el censo escolar, Manuel descubrió que tendría 25 alumnos (60% de primer grado y los demás repartidos de segundo a sexto). Enfrentarse a esta diversidad de edades era un nuevo desafío. Además la escuela estaba destruida… no tenía baños, canchas o patios y las aulas no tenían piso. Su rol, entonces, no sólo fue enseñar, sino también intentar aportar lo suficiente para transformar esta comunidad que había desaparecido. “Poco a poco la escuelita se fue trasformando tanto en su edificio y anexos, como en lo académico. Fue lo más importante que logré, sacar del rezago total a mis alumnos”, cuenta Manuel en el artículo de Animal Político.
Por problemas de salud (fue diagnosticado con depresión), Manuel tuvo que dejar la escuela.
Pero no dejó su profesión y llegó a otra pequeña escuela en la localidad Ignacio Allende en el municipio de Indé, donde tuvo que hacer clase en 6 niveles distintos. Ahora, tiene más de 20 años de experiencia y desde su llegada a la primera escuela rural, se ha dedicado a ser un maestros transformador. De hecho, gracias a su labor, la escuela de Indé se transformó en un establecimiento de prestigio y muy innovador. Su travesía en aquella escuela de Los Ojitos no fue en vano y le permitió entender cuál es rol de los docentes que asumen trabajar en contextos desafiantes y escuelas multigrado.
“Pienso que la función del maestro multigrado es hacer valer el derecho a aprender de las niñas y niños”, afirma Manuel en su relato. Y parte de su trabajo ha sido lograr esto; en la escuela donde trabaja actualmente se enseña de una manera transversal y se inicia de los más sencillo a lo más complejo. Además los niños determinan sus reglas lo que les permite desarrollar, desde pequeño y de forma práctica, los valores. El trabajo se hace con alumnos de los 5 a los 15 años, así que Manuel ha tenido que acondicionar el espacio escolar, construyendo distintas áreas (teatro, biblioteca, danza, juegos, museo…).
Su perseverancia y esfuerzo, le han permitido potenciar su escuela, y con ello el aprendizaje de sus estudiantes. Además, las familias lo apoyan en los proceso, algo que lo motiva a seguir proponiendo cambios y nuevas alternativas que favorezcan a los alumnos. ¿El resultado de esto? Familias contentas, alumnos motivados, buenos resultados en distintas áreas (deporte, y lenguaje), en evaluaciones estatales, y reconocimiento estatal. Pero lo más satisfactorio, dice Manuel ha sido formar ciudadanos críticos, reflexivos y con valores y capacitados para cumplir todo lo que se proponen. De hecho, la mayoría de egresados de su escuela ahora estudian carreras como medicina, matemáticas, nutrición, contaduría, ingeniería y periodismo.
Ha sido un camino largo, pero este profesor está convencido de que está en el lugar indicado haciendo lo que más lo motiva.
“Para mí, lo más motivante es continuar viendo esas caritas sonrientes y esperanzadas de aprender algo nuevo cada día. Creo y siento que nací para esto; “la docencia”. Yo no podría vivir sin estar rodeado de esas personas inocentes y llenas de amor, que con una sola sonrisa me hacen el día”, dice el profesor. Y eso lo hace un buen profesor… esa entrega, ese cariño y compromiso con su labor, y los desafíos que enfrenta a diario. “Un buen maestro es aquel que con perseverancia, ética y aunado a las carencias es capaz de transformar su centro de trabajo, creando aprendizajes para la vida en sus alumnos. El profesor tiene en sus manos el poder del cambio en la sociedad”… y Manuel la está cambiando. Desde su primera travesía en aquella comunidad aislada, hasta hoy, este profesor ha entregado su vida a sus estudiantes, a esa profesión que él sabe bien, puede ser transformadora.
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