Esta reflexión escrita por Felipe Ramírez, profesor de arte y director de la Escuela Hospitalaria de Puerto Montt, se publicó en la edición Nº 12 de la revista Nuevos Escenarios Educativos, una publicación diseñada por el equipo docente del Instituto Especial Nº 7215, una escuela hospitalaria que brinda servicio educativo, público y gratuito en Salta, Argentina.
Decir maestro
En un contexto de aprendizaje en el hacer, de la mano de quien domina su oficio, es donde cobra real sentido la palabra maestro, como fuera en los gremios medievales en que canteros y vitralistas custodiaban celosamente sus saberes para confiar su continuidad en el aprendiz que agradecido recibía el saber de toda una vida de labor. En nuestra vida recibimos educación permanentemente, de todo cuanto nos rodea; de lección en lección hacemos el camino para convertirnos en personas y como personas no dejamos nunca de aprender. En la ruta conocemos y aprendemos del entorno, de nuestros pares y sus historias, de nuestras experiencias exitosas y de nuestros fracasos todavía más, aprendemos a hablar de nuestros padres y por lo general, tarde aprendemos a escucharlos.
A lo largo de la vida son muchos quienes nos enseñan, los que nos invitan a ver algo, como queriendo que miremos a través de sus ojos y compartamos ese sentir que tanto los llena. Así, la hilandera en Chiloé le enseña a sus nietos a teñir la lana y en sus rostros fascinados ve una nueva promesa para la vida de su oficio. Nombrar maestro al profesor, es darle esa categoría trascendente a su labor y a su persona, es agradecer su generosidad y comprometerse a mantener vivo aquello que nos ha encomendado, a proceder conforme a la ética y la responsabilidad con que nos ha confiado aquello que tanto amo.
Y en los tiempos que vivimos, resulta tan necesario volver a hablar de amor cuando hablamos de educación, como decía Paulo Freire, “enseñar es un acto de amor y por tanto un acto de valor” y nuestra Gabriela Mistral arengaba a sus colegas diciendo AMA “que no te baste el amor de la mujer, ni del esposo, la llamarada del instinto que es solo una hoja de esta rosa del amor, que es infinita. Es la actitud enamorada, es la inteligencia y la fe y el trabajo enamorado de los que te estoy hablando. Sin amor, tu inteligencia da monstruos o da muertos; y tu fe quema, y tu trabajo es brutal servidumbre”.
¿Qué sentido puede tener entonces la educación sino sacar lo mejor de nosotros? Hablamos de mejora continua, de ciclos perpetuos en el marco de la buena enseñanza, de la buena dirección, de los planes de mejoramiento educativo, buscamos ser mejores, como personas, como instituciones, como sociedad. Y esta esfera de lo sensible es la que nos entrega la creatividad como fruto de la vinculación afectiva con que abrazamos nuestra vocación y construimos humanidad. ¿Cuánto de nuestro desarrollo tecnológico se relaciona directamente con nuestro afán de vincularnos? Ser sensibles no nos hace débiles, nos invita a conectarnos con la verdadera fortaleza del ser humano, sólo así podemos comprender el profundo valor que habita en cada una de nuestras acciones, ¿de qué otro modo podríamos sublimar y resignificar lo que vivimos?
Existen tantas formas de describir lo que hacemos, algunos enseñan lo que aprendieron. Yo, por ejemplo, estudié para enseñar arte, podría decir para enseñar a pintar con témpera –sin desmerecer esta noble técnica–, para hacer el dibujo del mes del mar, pintar la rosa cromática o llenar una imagen con puntitos de colores; podría decir que enseño artes visuales, o que hago el taller de pintura. O por otro lado puedo decir que abro una ventana al universo en cada trozo de papel que junto a mis estudiantes llenamos de color. Junto a ellos podemos reinventar espacios, redescubrirnos, encontrarnos con nuestra propia esencia, compartir la construcción colectiva de una experiencia enriquecedora.
Una vez le escuché a alguien decir que “si el trabajo no fuera un perjuicio para el ser humano, no tendrían que pagarnos (como compensación) por hacerlo”, y me pareció tan lamentable, de un dolor, de un abandono tan profundo del sentido, que sentí una gran compasión por quienes ven así su trabajo. Tal vez por mi cercanía al arte veo las cosas de otro modo, disfruto el proceso y claro tengo el privilegio de que ese resultado es valorado al punto de generar el dinero que necesito para vivir, pero aún gastada esa finita suma, queda un valor mucho más profundo que no se puede comprar, queda este valor en sí mismo de lo que has hecho, de esa pintura que vivirá en la experiencia estética de tantas personas, que dará pertenencia a un lugar que seguirá viviendo después del autor, del comprador e incluso, si fuera destruida, su recuerdo la mantendría viva.
Entonces, hago mi jornada de profesor y a fin de mes recibo un sueldo, como todo educador, al que le puedo dar muchos significados, al que puedo catalogar de adecuado, justo o insuficiente. Pero la verdadera riqueza de la que somos parte radica precisamente en aquello que producimos junto a nuestros estudiantes al interior de la sala de clases, eso que me regaló mi maestro el día en que descubrí como se abría el mundo ante mí, en la medida que me dejaba empoderar y me permitía descubrir de aquello que era capaz. Hoy vivo esa experiencia constantemente; es el privilegio que nos ganamos los profesores.
No hace falta trabajar en una escuela hospitalaria, o en un contexto de alta connotación social para humanizar nuestro trabajo, para darle esa cuota de misticismo tan necesaria, pero creo que solo puede llamarse maestro a quien ama su labor y cuyo amor construye futuro para su saber y para las personas que le darán continuidad.
Escrito por Felipe Ramírez para la edición #12 de la revista Nuevos Escenarios Educativos.
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