“Los grandes docentes ayudan a producir miles de conexiones neuronales, activan el cerebro en todas sus dimensiones y usos, hacen que éste se mueva, crezca y se active” Descubre esto y más en la siguiente columna.
Probablemente, si a uno le piden imaginar a un médico, rápidamente construirá en su cabeza una imagen en la que instrumentos varios adornan al profesional; un estetoscopio, un bisturí o cualquiera de los instrumento que hemos padecido como usuarios de la medicina. Los doctores son, en muchas sociedades, los profesionales más valorados y prestigiados. Se reconoce su trascendencia por salvar vidas, y también se sabe de las complejidades de su acción profesional. Además, son muchas las series de televisión que contribuyen a ese imaginario, dando cuenta de los desafíos que estos profesionales enfrentan. ¿Su lugar de trabajo? una sala de operaciones futurista, repleta de máquinas y colaboradores que construyen un ambiente contundente, en donde el médico es el encargado de dirigir lo que ahí ocurre.
En paralelo, el mundo sabe de la importancia de los profesores. Sin embargo, difícilmente entendemos el verdadero desafío profesional que se vive en una sala de clases. La sala de operaciones es gráfica; es un lugar que nos permite fácilmente dimensionar el desafío, mientras que la sala de clases, aún siendo un lugar mucho más complejo, pareciera no tener el mismo impacto en ayudarnos a visualizar el reto profesional que se vive dentro de ella. Sumemos a esto el hecho de que la acción pedagógica no es ni una técnica ni algo que pueda reproducirse y visualizarse fácilmente. Y el que ni la tiza, ni el pizarrón son instrumentos en sí mismos pedagógicos.
Visto así, resulta entendible que como sociedad supongamos que el desafío de un médico no se compara con el de un profesor. O que, en términos profesionales, el primero sea más complejo que el segundo. Pero la verdad es que estamos profundamente equivocados. Los profesores operan el órgano más complejo de todos, el cerebro, y lo hacen sin bisturí, máquinas y sin siquiera tocar el cuerpo. Los docentes trabajan con la complejidad del cerebro y no con uno, si no que con 45 al mismo tiempo.
Gracias a la tecnología y el avance de la neurociencia hoy podemos monitorear lo que los profesores hacen y nosotros no vemos, y gracias al avance de la pedagogía también sabemos cómo lo hacen. Los grandes docentes ayudan a producir miles de conexiones neuronales, activan el cerebro en todas sus dimensiones y usos, hacen que éste se mueva, crezca y se active. Y lo hacen con el poder de la comunicación. Sin bisturí ni máquina alguna. Son las palabras y el lenguaje en toda su amplitud las que producen un ambiente para el aprendizaje. Son el lenguaje y la comunicación aquello que dispone a los niños a aprender. Pero no es cualquier lenguaje, es una forma especial, un proceso que produce la conexión con quien aprende. Es el lenguaje pedagógico.
Cuando aprendemos a observar lo que pasa en la sala de clases, aprendemos a dimensionar la magia de la educación, la complejidad de la docencia y la verdadera dimensión profesional de lo que significa ser un maestro. Un pequeño ejemplo de ello es lo que ocurre con las preguntas que el profesor hace a sus estudiantes durante la interacción pedagógica. Las preguntas son grandes motores del aprendizaje y de la producción del lenguaje oral por parte de los estudiantes, ejercicio fundamental para el desarrollo neuronal. No cualquier pregunta mueve el aprendizaje, y hay algunos profesores que son capaces de producir respuestas a las preguntas de los estudiantes valiéndose de nuevas preguntas.
Un grupo de niños hace una pregunta sobre un tema, y el docente en vez de responder, vuelve a preguntar. Esa pregunta viaja al centro de la actividad cerebral, activa de una forma distinta el pensamiento y logra que los niños lleguen a una respuesta. Un proceso casi mágico, único, inherente a nuestra complejidad como seres humanos, y muy representativo de lo que significa ser profesor.
Ser docente no es fácil, más allá de todas las complicaciones laborales. La docencia es, en sí misma, una profesión compleja, de detalles, de momentos y contextos, de constante cambio. Pero en esas complejidades profesionales descansa justamente la verdadera valía del ser profesor. No es sólo la trascendencia y el impacto de la educación lo que le da valor, sino que es su acción misma, la pedagogía, la que se merece de toda nuestra admiración.
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