Liliana Santander dirige el Jardín Infantil Raúl Silva Henríquez, un establecimiento ubicado en una de las zonas más estigmatizadas de Santiago de Chile. Esta es su historia.
Una anciana que caminaba por la calle Manuel Antonio Matta se asomó por la reja del patio del Jardín Infantil Raúl Silva Henríquez para pedir unas hojas de cedrón que están sembradas en el huerto del establecimiento. Mientras tanto, la directora, Liliana Santander, estaba afuera apoyando a unos jóvenes universitarios que estaban sembrando unos árboles sobre una acera de la misma calle. Un hombre, en un estado alterado de conciencia y preocupado por la intervención, le preguntó a la directora por qué estaban modificando “su territorio” y ella, pacientemente, le explicó que en realidad lo estaban mejorando.
Liliana entraba y salía del jardín…. Mientras atendía las necesidades de la comunidad educativa y recibía a los padres que llegaban de vez en cuando, no ignoraba lo que sucedía en las calles que rodean el jardín que hoy lidera en Quilicura, una comuna ubicada en la periferia de la ciudad de Santiago de Chile. Un sector muy estigmatizado por los altos índices de delincuencia, desigualdad, microtráfico de drogas y otros factores que afectan directamente a las familias de los niños que hacen parte del jardín infantil. “Siento que es un lugar carente de oportunidades”, cuenta Liliana quien, además de gestionar todo lo que sucede entorno al aprendizaje de los niños, ha dedicado tres años de su vida a transformar la comunidad ofreciendo, a través del jardín, aquellas oportunidades ausentes.
Justo por esto, las puertas del jardín Raúl Silva Henríquez siempre están abiertas.
Están abiertas porque desde que llegó a la comunidad, Liliana quiso que fuera así. Pero no fue un proceso sencillo. Si bien ya había trabajado en otros establecimientos en diversos rincones de la ciudad con altos índices de vulnerabilidad, ninguno se comparaba con este. Las dificultades que han estigmatizado a esta zona de la ciudad estaban latentes y ella se sentía completamente fuera de lugar. Entonces comprendió que afuera del jardín, ella era la diferente, “la migrante” y para romper con esto y lograr abrir las puertas del establecimiento, debía sumergirse en el lugar, conocerlo y entenderlo desde todos los puntos de vista.
Lo hizo y poco a poco logró ganarse el respeto de toda una comunidad. “Me respetan porque yo también los respeto, los veo como personas. En mi labor el respeto es una prioridad y también el valorar que todos tenemos algo que entregar, todos”. La directora supo entender el contexto y ver a todos los miembros de la comunidad como personas integrales, con historias de vida particulares. Esta era la única forma de empatizar y ganarse la confianza de muchas personas que hoy no sólo la valoran a ella, sino que también valoran lo que sucede al interior del jardín infantil. “Quilicura es una población que está catalogada dentro del sector rojo, pero yo rescato lo bueno. Aquí hay gente que me cuida, que cuida al jardín, que cuida a los niños. Pese a todo, puedo dialogar con ellos y siempre están ahí cuando los necesito… Después de tres años ya no soy migrante, me siento parte de la comunidad y a veces incluso digo: ‘yo no trabajo, vivo en Quilicura’. Me siento orgullosa de trabajar acá. Me gusta esta población, siento que hay cosas súper rescatables, como los códigos, la forma como se cuidan, las ollas comunes… ya no me siento ajena”.
Hablar de este vínculo que tiene Liliana con la comunidad es esencial, no sólo porque evidencia su compromiso con la transformación de la zona, sino también porque ese es su sello… el sello que le ha dado al jardín.
El jardín es comunitario intercultural. Partió siendo sólo comunitario hasta que el 2015 llegó un grueso de extranjeros y el establecimiento orientó su foco hacia el entendimiento y el respeto de las diversas culturas. El objetivo, ahora, es que haya una armonía entre el aprendizaje de los niños y su día a día, por lo tanto, ella y las educadoras no buscan desvincularlos de su realidad, sino todo lo contrario, intentan conectarlos con ésta de una forma positiva: a través de los espacios, los murales, el arte y por supuesto, la riqueza cultural de todas las familias que vienen de distintas partes del mundo.
Esto no sólo tiene un impacto en la vida de los niños, sino también en la vida de sus padres quienes saben bien que el jardín no sólo es un espacio seguro para sus hijos, sino también un rincón donde ellos mismo pueden seguir aprendiendo. “Las personas ven que aquí hay movimiento y de hecho, intentamos ofrecer talleres para toda la comunidad: talleres de huerto, de reciclaje, de educación sexual, de tenencia segura de animales… De eso se trata, de que sea un jardín comunitario y por eso funciona para todo”, explica la directora.
Liliana cree que el jardín es una especie de oasis dentro de la comuna y su objetivo principal ha sido expandir ese oasis.
Por eso, las puertas siempre están abiertas y las cosas se han articulado para que todos se sientan parte de la comunidad educativa. Al jardín, las personas no sólo se acercan para dejar a sus hijos en la mañana o pedir unas hojas de cedrón como lo hizo la anciana, también se acercan para contar sus historias personales, compartir sus avances en la rehabilitación, hacer preguntas e incluso para generar aportes que puedan seguir mejorando ese pequeño oasis que se ha centrado en lo que la directora llama la pedagogía del amor. “Más allá de lo cognitivo, si no existiera una pedagogía centrada en el amor, esto no podría funcionar”. Esto es justamente lo que ha marcado a este jardín, un amor que se transfiere en el aula y trasciende las puertas de este espacio donde todos se sienten respetados, valorados.
Llegar a este punto ha sido un desafío, pero también ha sido un proceso de crecimiento y aprendizaje para la directora.
Ella no sólo está aprendiendo creole para comunicarse con todos los padres que han llegado de Haití, también ha estudiado las diversas culturas que integran la comunidad, ha aplicado sus conocimientos en intervención comunitaria y ha desarrollado al máximo sus habilidades blandas. Cuando Liliana llegó al jardín, 15 niños asistían a clases; hoy la asistencia es de 60 niños y hay 40 en la lista de espera. “Yo creo que los padres han entendido la importancia de este nivel y lo agradezco porque significa que estamos haciendo algo importante”. Esto se ve en los resultados de asistencia, en las sonrisas de los niños, en la participación de la comunidad, en los aprendizajes diarios y en el compromiso de Liliana y un equipo que trabaja ahí por convicción.
“Yo me enamoré de este lugar. Para mi no es un trabajo, es un hobby, la paso bien y disfruto el día a día”.
Ese amor por la labor y la comunidad ha sido su herramienta más poderosa y el instrumento que le ha permitido entender la realidad de los niños, de sus padres, de las personas que luchan a diario por encontrar nuevas alternativas de vida en un contexto carente de oportunidades. Y aunque Liliana no se acostumbra a los dramas que se viven a diario en esta población, sí ha encontrado la manera de lidiar con esta cotidianidad dándole un sello único al jardín e integrando a todas las partes del entorno que de alguna manera afectan –de forma positiva o negativa– la forma como los niños aprenden.
La directora espera cerrar un ciclo en el jardín, no sin antes asegurarse de dos cosas claves: primero, que el jardín siga creciendo para que otros niños pueden acceder a una educación de calidad que respete su identidad y segundo, que aparezca una persona que tenga las herramientas necesarias para enamorarse de este lugar. Ella lo hizo… se enamoró de los niños, de sus historias, del jardín y de toda una comunidad que hoy, gracias a su gestión, ha encontrado otro tipo de oportunidades en este oasis transformador.
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