En medio de la zona más postergada de Santiago, 136 niños de 0 a 4 años se educan de una forma diferente: nadie les dice qué hacer, sino que cada uno escoge día a día lo que quiere trabajar o potenciar. Liderado por una educadora de párvulos, este jardín lleva nueve años luchando por una mejor educación.
El patio del jardín Alto Belén es florido. Lo adornan árboles, plantas, maceteros. Sumado al resbalín rojo y un par de juegos, da la sensación de que fuera una mini plaza. De pronto, Jeferson, un niño de cuatro años, sale solo de su sala con un delantal bien puesto y una regadera en sus manos. Ninguna profesora lo está vigilando.
Camina serio. Pasa por al lado de los juegos, de unos autos, de una mini carretilla, de otras aulas con más niños, pero no se desconcentra. Con delicadeza riega todas las plantas que considera faltas de agua.
Cuando termina, se devuelve rápidamente a su sala donde los compañeros están en otras actividades: unos pintan, otros cocinan, algunos aprenden matemáticas. Estrella Alba, la directora del establecimiento, ve pasar a Jeferson, sonríe y dice: “él, aunque no lo creas, es de los más inquietos que tenemos acá”.
Construyendo en comunidad
Bajos de Mena es un famoso sector de Puente Alto, comuna que se ubica en la periferia de Santiago en Chile. Nació en la década del 90, cuando el gobierno de turno construyó 23 mil viviendas sociales que con el tiempo se transformaron en el gueto más grande de Chile, con 120 mil personas viviendo ahí, pero sin servicios básicos cercanos: carabineros, bomberos, farmacias, cajeros automáticos y centros educativos.
Hace 10 años, existía una necesidad imperiosa, los vecinos del sector requerían urgente un jardín infantil cerca de sus casas. Fue así cómo la junta de vecinos le pidió ayuda a la municipalidad, quien recurrió al Hogar de Cristo para fundar un nuevo jardín infantil.
“En ese momento me propusieron hacerme cargo del proyecto. Nos reunimos con la junta de vecinos e iniciamos un proceso de conversaciones”, recuerda Estrella Alba, de 44 años. El equipo del Hogar de Cristo recorrió puerta por puerta el sector para conocer sus necesidades. Cuando ya estaba el financiamiento, le ofrecieron a los vecinos tomar las decisiones en conjunto: cómo se llamaría, qué color tendrían sus murallas, qué enseñanza querían para sus hijos.
El 7 de abril del 2008 se inauguró el Jardín Alto Belén. El objetivo trazado por los profesionales y la comunidad, fue diferente al de cientos de instituciones similares en Chile: no querían que todos los niños aprendieran lo mismo (palabras, números y colores), sino que cada uno decidiera, de forma autónoma, qué habilidad quería potenciar, sin que los profesores y profesoras impusieran sus preferencias.
Del centro de Santiago al jardín Alto Belén, en locomoción colectiva, cualquier persona se demora más de una hora y media. El establecimiento queda justo al lado de una multicancha, que en la única pared que tiene hay un dibujo gigante dedicado a Colo Colo. Al frente tres block mirándose entre sí, con cortas calles sin pavimentar.
Tras cruzar la puerta principal del jardín, hay cinco grandes salones, para cinco grupos de niños: de 0 a 1 años, de 1 a 2, de 2 a 3, de 3 a 4 y un tercero que recibe a todos los que quedaron en lista de espera. La demanda es alta y la mayoría de los años postulan más personas que los cupos habilitados. La prioridad la tienen los hijos de las madres adolescentes o adultas que trabajen.
En la primera sala están los más pequeños. Es el medio día de un viernes de junio. Los niños despiertan de una siesta, mientras suena una suave música de relajación. Un par de educadoras van uno por uno diciéndoles que deben elegir alguna actividad para realizar. Se nota que recién aprendieron a caminar- tienen entre 1 a 2 años-, porque los pasos que dan hacia los estantes son lentos y confusos. Cada cual elige lo que quiere. Las profesoras sólo los ayudan en el caso que no puedan sacar con facilidad un material.
Algunos se van por elementos musicales, otros por juegos que mejoran su motricidad. Sea lo que sea que escojan está pensado técnicamente para que desarrollen alguna habilidad.
Mientras eso pasa, afuera en el patio hay un grupo en hora de recreo. Se suben al resbalín, juegan con autos, caminan por el lugar. Uno de los niños se agacha para tomar unas piedras. La educadora que lo observa a lo lejos, le dice que mejor que las bote porque con eso puede dañar a alguien. El niño la mira y las deja donde las encontró.
En uno de los juegos, dos niños discuten La educadora los llama aparte, se agacha y habla con ellos. Les pide que solucionen el conflicto para que sigan jugando. Al minuto, ya están recorriendo el patio nuevamente.
“Aquí los adultos son fundamentales para que funcione el método. Las educadoras saben que no pueden gritarle a los niños, ni tampoco negarle cosas. No se les dice ‘deja de hacer eso’, sino que le explicamos por qué le conviene hacerlo diferente”, afirma Estrella Alba.
De 3 a 4 años
Al entrar a la sala de los más grandes– de 3 a 4 años-, no se sabe muy bien hacia dónde mirar. Cada uno está en actividades diferentes. Cuando Jeferson regresa de regar las plantas, pasa por al lado de Achly, que nunca pierde la concentración: está con un pincel en la mano dibujando algo sin forma. Cambia de color tres veces. Una parte la pinta amarilla, otra roja, otra mezcla ambos colores, y arriba colorea azul. Cuando lo termina, sin pedir ayuda va hacia un estante para buscar el molde con su nombre: sólo falta la firma de autor.
Todos pueden cambiar de actividad cuando lo deseen. De pintar a matemáticas, o a cocina, o a juegos de letras, o a libros, o a dibujos, o a regar. En la sala hay un educadora y dos técnico: la primera está pendiente de lo que pasa en toda la sala, las otras se dedican a las necesidades individuales de cada niño cuando lo requiera. Jeferson va al baño, se saca el delantal, lo guarda en el mismo lugar de donde lo sacó y se lava las manos. Ya cumplió su labor. Va por otra.
Educar en vulnerabilidad
Estrella Alba no conocía Bajos de Mena. Dice que eligió trabajar en sectores vulnerables porque es donde más puede aportar. “Cuando llegué acá descubrí la gran capacidad de organización que tiene la gente, el cariño entre los vecinos, el sacrificio para salir adelante, levantándose muy temprano y llegando a las 9 de la noche a seguir trabajando en la casa”, cuenta. Añade que nunca han sufrido un robo- a pesar de estar en un sector con altos índices de delincuencia-, porque la comunidad ha cuidado el lugar.
Se sorprende que una vecina, que no tiene a ningún pariente en el jardín, todas las mañana barra el entorno para mantener el establecimiento totalmente limpio. Dice que la gente cree en el trabajo que están haciendo.
Aclara que el presupuesto que manejan es bajo, pero no es impedimento para entregar una educación de calidad. A los 26 trabajadores del jardín- entre educadoras, técnicos, auxiliares y cocineras-, no se les ofrecen los mejores sueldos, ni tampoco buscan las mejores educadoras de prestigiosas universidades. “En estos contextos, la clave de nuestro trabajo es que las educadoras se apasionen con los objetivos que tenemos como institución. Cuando entran acá, las capacitamos y las empapamos con nuestra visión”, aclara.
El jardín busca que todos los niños tengan las mismas oportunidades que cualquier otro en Chile. Pretenden crear personas autónomas, que tengan metas claras y que sepan hacia dónde van. Que sean independientes, pero sabiendo que en algún momento necesitarán la ayuda del otro. Y para eso, es fundamental entender que los adultos deben respetarlos en todo sentido. Desde las decisiones que parecen mínimas, como elegir qué actividad realizar, hasta tomarlos en cuenta cuando necesiten afecto.
“Todos tenemos que saber por qué hacemos las cosas. El problema es cuando las personas hacemos algo porque sí, sin saber el sentido”, asegura Alba.
¿Cuál es la diferencia en el día a día en comparación a cualquier otro jardín de la comuna? Estrella dice que aquí nadie es un número más. Ella conoce el nombre de los 136 niños que llegan todos los días. Para la educadora es muy importante conocer también la realidad familiar, para orientar a los alumnos según sus necesidades particulares. “Conocemos las fortalezas y debilidades de todos. Cada niño debe sentirse especial. No importa de dónde venga, todos son igual de importantes”, recalca.
Los apoderados dicen que los niños desean ir a clases, que es el lugar donde les gusta estar. La fórmula para lograrlo, según la directora, es que los niños la pasen bien y a eso sumarle algún aprendizaje. Que se sientan como en su casa. “Si hay que abrazarlos o escucharlos lo hacemos. La parte afectiva es muy importante para que un niño logre aprender. Se debe sentir grato en todo momento”, cuenta
Tras el término de la jornada, niños y educadores vuelven a sus hogares con la convicción que han recibido una educación de calidad.
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